martes, 26 de octubre de 2010

Nicolás Rosa

Nicolás Rosa.
Ayer se cumplieron 4 años de la muerte de Nicolás Rosa, gran amigo de Santiago Arcos editor, donde publicamos dos de sus libros La letra argentina y Relatos críticos (cosas animales discursos). Como homenaje y para mantener vigente su escritura, va este texto donde reflexión crítica y autobiografía se cruzan.
Un gran abrazo, Nicolás!

ESTOS TEXTOS, ESTOS RESTOS

Revisar viejos textos, asegurarse el placer de la relectura, el goce de ciertos fragmentos y el pudor frente a otros, recuperar viejas ideas —el decoro de mi generación—, el valor de un adjetivo justo y pre¬ciso, el encantamiento de la creación de una palabra y creer que se ha logrado un concepto operativo, quizá una categoría teórica, re¬verse leyendo y escribiendo en el presente, en la actualización de un tiempo que destiñe, deslava los textos, pero que simultáneamen¬te los cubre de una pátina de valores que se pretenden objetivos, preguntarse por quién era ese que escribió estos textos, donde la com¬plicidad de los deícticos oculta la distancia locativa y temporal. ¿Quién era ese que escribió?... Barthes ha puntualizado el valor performativo del verbo escribir en la modernidad. Si escribir se ha vuelto autorreferencial no quita que obstinadamente sostengamos la creencia de que siempre se escribe para alguien, o al menos para algo. En mi caso, escribir, escribir crítica, otra forma de ser de la ficción, siempre fue producto de un alto costo físico —la escritura es un capítulo de la Física cuántica pero también lo es de la Anato¬mía y casi, diría hoy, una verdadera catástrofe psíquica. Escribir algo, hacer del verbo escribir un verbo transitivo. Ya no se trata de saber quién escribe, o por qué se escribe, sino saber qué cosa es escribible, que es la única pregunta que, al deshumanizarnos, nos enfren¬ta al desierto de la historia, esa trituradora de imaginarios. Siempre sentí, aunque no sabía explicarlo, que escribir era merodear alrede¬dor del "corazón maligno de todo relato", alrededor de la cosa litera¬ria, a falta de términos menos enigmáticos.
Imaginariamente he sostenido siempre —siempre vale aquí no por un presunto durativo de constancia sino por las intermitencias itinerantes que insisten como yo— que deberíamos hacer de la crí¬tica un discurso autónomo. Todavía persisto en lo mismo, aunque no por las mismas razones. La crítica no puede, no debe, mantener una relación de subordinación con respecto a los objetos literarios sino que, revalorizando una relación dialógica con ellos, debe ad¬quirir su mismo nivel y por lo tanto su mismo rango de ficcionalidad. Podríamos decir, en general, que toda crítica cientificista (po¬sitivista) e incluso aquella que postula alguna forma de interdisciplinariedad (?), repone en el objeto sus propias categorías y no da cuenta del objeto mismo, de ese objeto-no objeto, trama lábil de múltiples relaciones textuales. Este objeto —no objeto inestable, indecidible, radicalmente heterogéneo— presupone, crea, genera el sujeto de un saber también ex - céntrico y ubicuo, taxativamente sujeto en perpetuo desvanecimiento y fading, ahora diríamos, con¬traviniendo todas las reglas, que el estilo es el objeto. Creer, fingir, que la literatura es un objeto-uno leído por un sujeto unitario, es una formación ideológica claramente delimitada en la historia. La historia que sucede (y transforma) al sujeto de la lectura no es pro¬ducto de las marcas historiográficas de superficie, sino de una his¬toria profunda del registro de lo imaginario, allí donde se alojan las fantasmatizaciones del deseo cuando es rechazado por lo simbóli¬co y negado por la realidad (negación fundante). Si se trata de una historia de los textos (literarios), no es una historia de las formas la que puede dar cuenta de ella, por grande y potente que sea el valor que le otorguemos. No es la forma ni el sistema (valores positivos) lo que define a la literatura, sino ese menos donde se afirma y se funda. Una falta histórica, sociológica, psicoanalítica (para men¬cionar los saberes dominantes) que la revela como lo faltante del discurso social, como lo no-dicho del discurso colectivizado, como borde o excrecencia de lo pleno lingüístico. Palabra muda si las hay, convoca oídos sordos a la resonancia de lo "estético", a la "palabre¬ría" de las lenguas convocadas, a la "charlatanería" de los discursos sociales, para abrirse a la significación profunda de aquello que la inaugura: la palabra-negada, arcaica, del deseo. Pero el deseo no es una categoría epistémica: es un dato originario, no está sometido a ninguna operación lógica. Necesita, exige, una lectura transferen-cial —a veces se llama pasión— en donde el sujeto se aniquila en el objeto.
Allí donde la palabra del deseo se hace oír, adviene la significa¬ción de la obra. Recortar este espacio en los discursos sociales pare¬ce difícil, pero no es imposible. La función de la crítica es leer lo negado por la misma literatura (la literatura es censura): las escrituras silenciadas, las obras excluidas de los sistemas, las voces acalladas o aquello de cada texto que ha sido ensombrecido por las lecturas oficiales: aquello intersticial entre el exilio y el destierro. Y es donde reaparece la función política de la crítica: si es posible importar saberes técnicos sobre los que apoyar la reflexión teórica, es imposible generar un discurso crítico fuera del entramado social donde se ejerce: la actividad critica sólo podrá dar cuenta de los fenómenos literarios argentinos o americanos porque son los únicos objetos "adecuados" a esa reflexión, son los únicos que pueden engendrar una trasferencia positiva, una reincidencia dialógica suficiente. Somos lectores de lo universal, pero sólo somos escritores de lo particular. En esta "falsa" y cruda paralogía se asienta uno de nuestros conflictos mayores. Para mí, este conflicto estuvo resuelto de entrada. Por obra de una alucinante metabolización convertí a toda la literatura que me sirvió de alimento —de Hornero a Bourroughs, de Heidegger a Parménides, metabolización increíble en un sujeto proveniente de una familia desclasada y casi proletaria, en el sustrato "orgánico" donde se reconstruyó mi vida pulsional en una posteridad convulsiva, donde lo real de mi cuerpo y la triunfante impostura de lo textual todavía hoy viven en conflicto permanente y por momentos demasiado vivido. Si el deseo es real¬mente una catástrofe en la vida psíquica, diría que, en mi caso, leer mis primeras lecturas, fueron la catástrofe de mi vida imaginaria. Sin esas lecturas, mi vida habría transitado otros ámbitos, escucha¬do otras voces, recorrido otros caminos, otros destinos.

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